Hora de Puebla

I

Este fue el texto que leí en 2010, con título original Hora de Puebla, cuando le fue entregada a Sergio Pitol la copia fiel de la Cédula Real de Puebla y, posteriormente, invitados por el gestor cultural Alfredo Godínez, presentamos en el Carolino BUAP su último libro: Una autobiografía Soterrada (2010). Con su muerte, imaginada por todos pero también sorpresiva, tomo hoy lo escrito y leído en aquella ocasión como eje de un muy personal homenaje y de una ambigua despedida.

No voy a poder (no pude) evitar la emotividad en ciertas líneas del texto que he escrito al saber que me encontraría por primera vez en un evento público al lado de este escritor llamado Sergio Pitol (“un señor mexicano que escribe”, como él mismo se presentó telefónicamente hace tiempo ante Mario Bellatin), y menos tomando en consideración que ambos llegamos hoy (ese día), por diversos motivos del destino, desde Veracruz a Puebla. Dos lugares que han marcado con profundidad nuestras vidas.

He olvidado las circunstancias de mi primer contacto con la literatura de Sergio Pitol; este olvido es el propio de aquellas cosas que nos resultan inherentes, como si hubieran estado siempre con nosotros. No creo que mi primera lectura de Sergio Pitol haya sido por recomendación de algún maestro en el Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica, porque durante la etapa en que fui estudiante ahí eran otros los escritores mexicanos en activo que casi todos mencionaban.

Al centro, Vincenzo Pitol Colle y Cherubina De Gasperin Tremea, tatarabuelos de Sergio Pitol; al lado de ellos, Honorato Pitol y Maria Sampieri Tres, sus bisabuelos; abajo, a la izquierda, Ángel Pitol Sampieri, padre de Sergio Pitol. Foto cortesía de Gerardo Durante Marini.

En aquellos tiempos, por 1997, cuando yo tenía 22 años de edad, ocurrió uno de los grandes descubrimientos de mi vida como lector: la biblioteca del edificio Arronte de la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP. Las primeras veces fui con compañeros de estudio a buscar textos específicos de Aristófanes o Lope de Vega para cumplir con las tareas escolares, pero no tardé en descubrir el acervo tan rico e interesante que esa biblioteca guardaba en cuanto a escritores más contemporáneos. El hallazgo iniciático fue para mí Juan García Ponce. Recuerdo que las líneas iniciales de su novela La vida perdurable me hicieron sentir una instantánea revelación como lector, una especie de libertad y una sensación del tipo “esto es lo que estoy buscando” porque, a poco de iniciada la novela, el lector ya estaba en complicidad con el narrador y los personajes, que se pertenecían o no a sí mismos, o que parecían más desnudos por estar vestidos. De ahí en adelante fue todo un sacar libros de García Ponce del Arronte para ir a leerlos en el anonimato propicio de la biblioteca que había en las Canchas de San Pedro, donde resultaba más improbable encontrarme con conocidos. Era terminar una novela sólo para ir a sacar otra. No sabía por qué me magnetizaba tanto la prosa de García Ponce, aparentemente tan simple en léxico pero tan compleja en construcción gramatical y literaria.

Ahí descubrí también a otros latinoamericanos y también españoles, como Juan Marsé, cuya novela Esta cara de la luna me hizo percibir una tarde la sustancia novelística y desear acercarme a ella también escribiendo. En fin, otros nombres descubiertos ahí, algunos pasajeros y otros recurrentes y fundamentales, fueron Juan Manuel Torres, Juan Vicente Melo, Salvador Elizondo, los Goytisolo, entre otros. Ahí también pude conocer a los tres Sergios: Galindo, Fernández y Pitol.

Un día tuve entre mis manos un pequeño cuento que narraba la salida de un barco en Nápoles: era la despedida, entre desgarrada y festiva, de los emigrantes, que luego se ponían a cantar, mientras el narrador comprendía algo. Mis emociones eran complejas: sabía que yo, y quién sabe de dónde surgió aquella certeza, estaba leyendo a “uno de los de Huatusco”, como los conocemos en Chipilo, donde sobre ellos sabemos que compartimos muy similares factores históricos, al provenir del mismo tipo de fenómeno migratorio, pero destinos culturales y colectivos que tal vez nos separan. No recuerdo si en Chipilo alguna vez alguien mencionó los apellidos Pitol, Demeneghi, Croda, Sampieri o Buganza, que son parte de la sangre de Sergio Pitol y que en Chipilo no existen. Ese relato corto me producía una especie de rencor quizá semejante al que siente un fiel ante un apóstata: los de Huatusco, bien lo sabíamos en Chipilo, habían perdido con las generaciones sus lenguas originarias, pero no dejaban de mencionar esa famosa Italia que en realidad es uno de los países más pluriétnicos y multilingües que se pueda hallar. Sé que luego decidí llevarme a casa, en préstamo de la biblioteca Arronte, no el libro donde leí ese pequeño cuento, sino Infierno de todos. Sé que me costó mucho leerlo, pese a que en el fondo me atraían los meandros de aquella prosa serpenteante y casi caótica, sin llegar jamás al caos. Llegó el día en que tenía que devolverlo y, titubeando un poco, decidí no renovar el préstamo. Lo dejé inconcluso en su lectura pero no olvidado, y durante años siempre que iba a una librería me detenía a tantear la posibilidad de comprar por fin un libro de Sergio Pitol, pero me di cuenta de que me sentía abrumado ante la gran cantidad de títulos, motivo que me siguió alejando de una lectura seria. Además, el prejuicio de saber que era “uno de los de Huatusco” continuaba repercutiendo en mí. Por esos entonces, hablo ya de los primeros años de la década del 2000, yo estaba ya seguro de dos cosas: que quería ser escritor y que también quería escribir en véneto, la lengua originaria de mis antepasados paternos, conservada oralmente en Chipilo por más de un siglo. También había tenido ya oportunidad de leer algunos intentos de novela hechos por personas de Huatusco que siempre escribían sobre la emigración y que lo hacían de la misma manera: sin intenciones verdaderamente literarias y con un enfoque macrohistórico, basado en los telegramas y demás aburridos documentos oficiales porfiristas. Yo seguía recordando aquel cuentito de los que zarpaban en Nápoles y sabía que era algo diferente, misterioso para mí, pues el recuerdo se entremezclaba y confundía con los relatos leídos en Infierno de todos. En las librerías me ponía a leer desordenadamente los cuentos de los volúmenes Cuerpo presente y Vals de Mefisto de la editorial Era, y me extrañaba que no apareciera aquél leído en la biblioteca de la universidad.

Decidí comprar ese libro que me guiñaba el ojo desde hacía tiempo: Todos los cuentos, en edición de Alfaguara, donde, pensé, tenía que venir por fuerza el cuento buscado. Pero tampoco venía. A punto de volverse una lectura desesperadamente fantasmagórica, casi ya un verdadero delirio personal, una tarde compré todos los libros de Sergio Pitol encontrados en una librería de esta ciudad. En ninguno de ellos venía el mentado cuento, pero yo, casi sin percatarme de ello, me estaba dejando engullir por la primera novela de Pitol que leí: El tañido de una flauta, prosa deslumbrante, carcomida por una muda tensión que se resolvía con elipsis y otros recursos literarios. Una vez terminada la lectura de la novela, quise releerla pero, en vista de que ya tenía muchos otros libros del autor, y tomando en consideración también que el cuento perdido no había aparecido en ninguno de ellos, me puse a leer con una disciplina u obsesión total ahora los cuentos. Comencé a leer a Pitol, ya en libros de mi propiedad, marcando o subrayando cada mención a la cultura italiana, esperando en vano que apareciera la palabra ‘véneto’ o una alusión más directa, pero también empecé, como con todos los escritores que me interesan, a subrayar o marcar frases y pasajes reveladores de toda índole.

Seguía, sin embargo, buscando el relato desaparecido, mientras me nutría más y más con la literatura de Sergio Pitol; marcaba en el índice de Cuerpo presente a qué título original de relatos pertenecía el recién leído, y también ponía la edad del autor al haber escrito cada cuento y al haber publicado por primera vez cada volumen. Volví a la biblioteca de la Facultad, seguro de encontrarlo ahí, siendo el lugar del hallazgo, pero no pude dar con él. Me parecía ya que acaso aquel cuento lo había leído de otro autor y que la lejanía temporal aunada a las confusiones de la mente me llevaban a atribuírselo ahora a ultranza a Sergio Pitol.

Durante un tiempo hallé libros que recogían de nuevo algunos de sus relatos, y me parecía que ahora sí estaría incluido aquel texto, porque veía títulos desconocidos como Ícaro o Cementerio de tordos, que resultaban ser cuentos que habían producido al final una novela o fragmentos de novelas que podían leerse por separado como relatos. Seguía sin aparecer el que me obsesionaba. Es aquí donde se vuelve pertinente una mención a su Autobiografía soterrada, volumen donde el autor propone a algunos lectores una primera lectura de textos publicados en diferentes y a veces ya inconseguibles ediciones, y a sus lectores asiduos, una relectura “ampliada, rectificada y desacralizada” de esos textos. Sergio Pitol es un acróbata de sí mismo en sus libros, y es, además, al igual que lo fue Borges, un gran predicador del ejercicio de la relectura. He encontrado cambios en palabras o signos de puntuación entre una edición y otra, incluso en sus relatos primerizos. Además, muchos saben que hay cuentos aparecidos en primeros volúmenes, y que, salvo pocas excepciones, no se incluyeron jamás en edición alguna.

Acercarse y sumergirse en lo escrito por Sergio Pitol significa entrar en contacto con una escritura que en cada línea admira y celebra los procesos, misterios y goces literarios. Pitol escribió que es la forma la que modula la trama, y ha aplicado experimental, disciplinada y gradualmente este principio en cada cuento, ensayo, novela, hasta que el principio se convirtió simultáneamente en punto de partida y llegada; hasta que cada cuento, ensayo y novela se ramificó en textos híbridos y en un estilo, una obra fundamental para la literatura hispana, además de la peculiaridad de ser una literatura mexicana escrita casi en su totalidad desde fuera de México.

Ángel Pitol Sampieri y Cristina De Méneghi Buganza, padres de Sergio Pitol. Foto cortesía de Gerardo Durante Marini.

En la lectura de Una autobiografía soterrada, así como en los títulos más sonados y también en los menos conocidos del autor, podemos hallar diversos géneros convergiendo de un párrafo a otro, de manera que el escritor o el aspirante a escritor goza, se tortura, ve y aprende, y el lector normal experimenta una inesperada proximidad con aquel asunto que el autor tanto ha estudiado, narrado, ficcionalizado y vuelto un misterio en su obra: el proceso creador y sus vínculos con las mil caras de lo que insistimos en llamar realidad. Sergio Pitol ha escrito uno de los libros más celebrados de nuestra literatura: El arte de la fuga, pero ha ejercido además un imperecedero arte de la fuga en su propia escritura, cercenando e injertando, ocultando y mostrando. Ya lo sabemos: para Pitol en su literatura es de capital importancia el hueco, lo no dicho, la atmósfera, el clima creado con omisiones en cuanto a la narración tradicional y por la abundancia de detalles en apariencia intrascendentes con que se consigue el efecto de, por mencionar un ejemplo, narrar un hecho sangriento que podría incluso pasar inadvertido para un lector que sólo se mantenga en la superficie del relato. Así lo ha hecho notar Juan Villoro en el prólogo a la edición de Alfaguara de Todos los cuentos.

De Sergio Pitol recibimos enseñanzas no sólo leyendo su escritura en acto, sino también acercándonos a sus traducciones, mismas que, más que un trabajo del joven que fue en Europa, parecen un catálogo de obras cuidadosamente seleccionadas, como si el escritor-traductor nos quisiera transmitir algo también a través de la voz adquirida desde el libro ajeno original hasta el propio traducido. Él mismo se ha encargado de subrayar la trascendencia que tuvo para su formación literaria el hecho de sumergirse en los entresijos de novelas alucinantes. Me ha tocado ver cómo la gente, cuando sabe que Pitol va a estar en un evento, llega no sólo con los libros escritos por él, sino también con varios ejemplares de las traducciones que ha hecho. Y hay aún otro libro especial para mí que desearía mencionar: Los cuentos de una vida: Antología del cuento universal, publicados en la editorial Debate, que, aunque no sean traducciones suyas, el escritor eligió como los cuentos que lo marcaron y guiaron en su destino literario. Si se lee este libro tras haberse interesado en la obra de Pitol, el lector lo hará con una mirada especial, aunque ya conozca algunos de esos cuentos fundamentales: ahí comparecen los muy mencionados por Pitol La cena de Alfonso Reyes y La casa de Asterión de Borges, así como Rulfo, Arreola, Onetti, Kafka, Chéjov, Faulkner, pero también Landolfi con La esposa de Gogol y Álvaro Corrado con el cuento Inocencia.

Volviendo a la anécdota del cuento perdido de Sergio Pitol, tiempo después ocurrió que desistí de hallar lo inencontrable y profundicé aún más en la lectura del autor. Terminé de adquirir los libros faltantes que veía en las librerías poblanas y por fin, en un viaje a la ciudad de México, en Donceles, completé mi colección de Sergio Pitol. El cuento perseguido apareció finalmente en Los climas: se trataba de “Hora de Nápoles”, originalmente publicado en Joaquín Mortiz, Serie del Volador, 1966, aunque la edición que encontré fue la de Seix-Barral de 1972 y que contenía además los relatos: Cuatro horas perdidas, Un hilo entre los hombres, La noche, Hacia Varsovia, Los nombres no olvidados, Cuerpo presente, Vía Milán y Los oficios de tía Clara.

Durante mi primera charla con él en vivo, tras algunas telefónicas previas y unos correos electrónicos, le confesé a Sergio que lo había empezado a leer “por morbo”, ante lo que él se carcajeó, y luego le conté la historia azarosa de su cuento Hora de Nápoles en mi vida. Me firmó, entre otros, el libro Los climas, donde puso: para Eduardo Montagner, a quien le gusta, como a mí, “Hora de Nápoles”, que ha estado más o menos escondido entre los libros.

II

Veintisiete kilómetros y media hora escasa de camino separan, en la región véneta de Italia, a Lentiai (el pueblo montañoso y prealpino de los antepasados paternos de Sergio Pitol) de Segusino (el pueblo de origen de los paternos míos). Tanto Lentiai como Segusino pertenecen a las provincias colindantes de Belluno y Treviso, así como ahora colindan Veracruz y Puebla en México. Pequeños pueblos con poblaciones históricas de poco más de tres mil habitantes donde lo menos habitual eran los matrimonios con gente de pueblos aledaños, en gran parte por las dificultades de movilidad social de finales del siglo XIX, pero que, cuando ocurrían, no es raro encontrar a un lentiaiés casándose con una segusinesa, o viceversa. De los cuatro barcos que trajeron a los colonos inmigrantes en esos años, descubrí sorprendido que tanto los Pitol como los Montagner llegaron en el mismo vapor: el “Messico”, que zarpó de Génova el 18 de enero y llegó a Veracruz el 25 de febrero de 1882, así que no he podido abstenerme de imaginar a su bisabuelo, Vincenzo Pitol, hablando en véneto con mi tatarabuelo, Marco Montagner, o a su bisabuela, Cherubina De Gasperin, con mi tatarabuela Lucia Minute; ni tampoco imaginar alguna anécdota o quizás incluso una amistad coetánea y hoy desconocida entre el abuelo de Sergio, Onorato, y mi bisabuelo, nacidos ambos en 1863. Son ese tipo de cosas propias de las vulnerables cosmogonías recreadas por algunos descendientes de emigrantes. Ni los Pitol ni los Montagner se establecieron finalmente en la colonia que les había sido asignada: la Barreto o Porfirio Díaz, en el estado de Morelos. Esa colonia fue una de las de peor planeación y destino, pues la prensa nacional de la época habla de 70 colonos fallecidos en apenas unos meses, varios a causa del clima y otros a consecuencia de infecciones ocasionadas por ese terrible insecto llamado nigua, que penetra en los pies y deja ahí sus larvas, ya que los colonos desconocían este animal y trabajaban descalzos en el campo. Del tatarabuelo de Sergio se lee en un documento oficial de la época (citado en la magnífica tesis ¡Colonizzazione al Messico! ¿Éxito o fracaso? Las colonias agrícolas de italianos en México. 1881 – 1910”, de la doctora en Historia Marcela Martínez Rodríguez), que era muy buen agricultor, pero que decidió trasladarse hacia la colonia Manuel González, ubicada entre Huatusco y Zentla, en Veracruz; de mi tatarabuelo se escribió algo semejante, pero solicitó su cambio por motivos de salud, así que fue enviado con su familia a la colonia La Aldana, en la zona de Azcapotzalco, en la Ciudad de México. Hacia 1887 fue que los dos hijos menores de la familia Montagner decidieron instalarse en la colonia Fernández Leal, actual Chipilo. Aunque desde luego no imposible, resulta algo sorprendente ver cómo el bisnieto de aquel Vincenzo logró llegar a tales cimas intelectuales y literarias. Otras coincidencias y accidentes han ocurrido a más de un siglo de la emigración italiana a México, como el hecho de que Sergio Pitol haya nacido inesperadamente en Puebla y no en Veracruz, lugar donde se encuentran zonas tan importantes para él como el rancho El Refugio, el Ingenio El Potrero, Huatusco (que, como lo declara el propio autor, es el famoso San Rafael de sus primeros relatos), Córdoba y el lugar de su residencia actual, Xalapa. Hoy puedo decir que nunca logré que Sergio Pitol, ni tampoco Daniel Sada, conocieran Chipilo, a diferencia de Mario Bellatin, que ha ido numerosas veces.

En un atípico artículo suyo, de título Presencia del padre Benigno Zilli Manica, publicado en Xalapa en 2002, al hablar de la obra del también ya fallecido presbítero e historiador de la emigración italiana a México, toca ese tema del que en sus libros publicaba sólo de manera más o menos velada, al grado de darme la impresión, cuando comencé a leerlo, que era reacio a mencionar la cuestión:

La obra para mí más importante de este escritor, la más necesaria por ser la única, no ha sido de filosofía ni de teología, que también las tiene, sino la espléndida crónica de la emigración italiana en México, llevada a cabo desde 1981, cuando apareció Italianos en México, hasta la última edición de este libro en 2002, ampliada y corregida, pasando por otros cinco libros más sobre el tema.

Nada se había escrito sobre este asunto. El padre Zilli nos ha proporcionado una historia, rastreada tanto en el norte de Italia como en México, sobre la creación de las colonias, su desarrollo, los logros, o en su caso, la agonía y desaparición de esas colonias. Todo lo ha hecho con una riqueza de detalles admirable. Se propuso una tarea titánica con pasión, pero también con una disciplina de doctor germánico. Gracias a esos libros los descendientes de aquellos colonos que desembarcaron en Veracruz en 1881 hemos aprendido venturosamente nuestras raíces, las peripecias surgidas ya desde Italia, antes de emprender ese viaje; las diferentes corrientes de opinión en Italia, las vehementes polémicas entre los sectores que aprobaban enviar a ciudadanos italianos a México y aquellos que luchaban por impedir esa expedición a un país tan desconocido como les era el nuestro. Después, las dificultades y los logros que las colonias conocieron ya en nuestro país. Los terribles momentos pasados durante los años de la Revolución, especialmente de 1912 a 1914, y sus triunfos sobre la naturaleza. El autor no hace a nuestros abuelos superhombres. En ninguna línea se desliza la supremacía nacional de los colonos italianos sobre los mexicanos, sino sólo la capacidad de adaptación de ellos a un mundo diferente al suyo.

El programa de diseminar colonos europeos, sobre todo italianos, en el campo mexicano se realizó en el periodo presidencial de Manuel González. Fue un proyecto mal realizado, extremadamente improvisado sin estudios previos, al grado que a veces cuando desembarcaban los italianos en los puertos, no se sabía a dónde llevarlos, no había aún terrenos disponibles, o los que había eran extensas llanuras desérticas, y los resultados fueron desastrosos en casi todas las instalaciones. No en todos los casos, claro; entre las que florecieron ampliamente fueron la colonia Manuel González en Veracruz, y en menor grado la de Chipilo, en Puebla. Personalmente sólo puedo hablar de la primera, la única que conocí.

Entre los colonos de la Manuel González había una diversa graduación cultural. En algunas casas nunca dejaron de existir los libros; en otras, pocas, a los libros se añadían las partituras musicales pero en otras más sus moradores no sabían escribir. Hay que decir, que los niños que llegaron con sus padres todos ellos tuvieron escuela. La Colonia Manuel González ha producido figuras importantes en las profesiones, la cultura, la religión, el comercio y la política. A nosotros los descendientes de aquellos colonos, el padre Zilli nos ha provisto de una gran historia, y a los otros lectores les ha mostrado la existencia de unos cuantos centenares de italianos que a través de un siglo se transformaron en varios millares de mexicanos, orgullosos de sus raíces, cuyos logros profesionales han enriquecido en varios campos a la sociedad mexicana.

Tenía razón al hablar de la colonia Manuel González como la más exitosa o afortunada: a ellos les tocó en suerte un clima y una naturaleza semejante a la de los pueblos de origen, la cantidad de hectáreas entregadas a cada jefe de familia fue mucho mayor que las dadas a los fundadores del actual Chipilo, la fertilidad de las tierras era también muy superior, al grado que los colonos pudieron expandir sus propiedades en el arco de pocos años y, para lograrlo, varios de ellos solicitaron la nacionalidad mexicana en 1887, apenas seis años de fundada la colonia, que fue la que contó además con el mayor número de colonos instalados, y finalmente no pocos pudieron regresar a sus pueblos natales, solos o con la familia: algunos incluso murieron allá o volvieron con el tiempo a reencontrarse con los parientes que se quedaron en México, mientras que en Chipilo todos crecimos con el canto fúnebre de nuestros fundadores anhelando volver a sus pueblos al menos para ser sepultados, la cantidad de hectáreas fue mucho menor y, por decisión de los pueblos aledaños, no pudieron comprar más propiedades en los alrededores, el clima chipileño y la naturaleza que lo cubre es descrita por los vénetos que nos visitan como un desierto, y no hubo la menor razón económica ni de ninguna otra especie para que nuestros fundadores renunciaran a su nacionalidad italiana, tal vez ni siquiera les presentó formalmente el gobierno tal propuesta. Cuando, tras la Revolución, se enviaron cartas a la embajada italiana para buscar la reparación de las pérdidas económicas sufridas, no encontramos ningún firmante chipileño, sino solamente de las restantes cinco colonias fundadas entre 1881 y 1882. Los de esas colonias hicieron, a fin de cuentas, lo que se espera de todo colono inmigrante: que se integre y se asimile culturalmente al país de acogida. Chipilo solamente se integró, a cuentagotas, y 135 años después de la fundación, seguimos sin asimilarnos cultural ni lingüísticamente a México. Más bien somos una realidad sociocultural que ha sumado a la pluralidad del país, una lengua alóctona, es decir, en pocas palabras: los de las restantes cinco colonias sí pudieron, en mayor o menor medida, cumplir el objetivo que los llevó a dejar sus tierras natales: superarse en lo socioeconómico, sobre todo la Manuel González, así como en otras áreas, como lo ejemplifica mejor que nadie el propio Sergio Pitol, mientras que el mayor mérito de Chipilo, su único milagro, se dio colectivamente en el rubro de lo cultural y lingüístico: una perspectiva por la que, de haberlo sabido, ninguno de nuestros fundadores habría dejado sus tierras. Esos campesinos, como es natural, venían buscando lo concreto, lo tangible, no lo intangible y abstracto. Venían a farse siori, es decir, literalmente, ‘hacerse señores’: volverse ricos en posesión de tierras y dinero. Lo intangible y abstracto pudo conseguirlo, ya de manera individual, y como ningún otro descendiente de las colonias fundadas, nuestro Sergio Pitol en el campo literario, llegando a las cimas de la lengua castellana usada como vehículo expresivo y artístico, cosa que me sorprendió siempre por partida doble: el hecho en sí mismo y también por haberlo logrado no en su lengua étnica, sino en la dominante del país, pese a los muchos años que radicó en el extranjero: un apego a la lengua materna castellana que rindió los más altos frutos artísticos, pero sobre la muerte lingüística de las palabras cotidianas de sus antepasados. El poeta véneto Andrea Zanzotto, por ejemplo, era plurilingüe en su obra poética, y también escribió en véneto, participando en la creación de los poemas y canciones en véneto veneciano de Il Casanova di Fellini.

¿Cómo imagino a un posible Sergio Pitol escritor nunca emigrado a México? Como a tantos otros escritores italianos; no necesariamente escribiendo, como dicen todavía allá, in dialetto, sino in lingua, es decir, en italiano estándar, quizá con algún casi imperceptible toque véneto (tal como se decía de Giovanni Comisso: “ningún otro escritor véneto escribe tan véneto aunque escriba en italiano”), y, eso creo que es inseparable de Sergio: muy imbuido de la literatura y cultura de Europa del Este, que, para quienes lo conocimos, sabemos que ese era también el reinado de su más acendrado erotismo. ¿Cambiaría al Sergio Pitol real por ese otro imaginario? De ninguna manera. En el accidente lingüístico producido en su vida por decisión de sus antepasados radica, para mí, uno de los puntos más sorprendentes de la literatura que nos legó. No recuerdo ya si en alguna visita a su casa me mostró traducciones al italiano de alguna de sus obras, y, si no lo recuerdo, supongo que debe de ser porque no me impresionó demasiado ver aquello: su literatura enraizó de manera total y natural en la lengua castellana. Hay mucho de ideológico en la cronología lingüística de su obra literaria. Para nada es igual leer su lenguaje en Infierno de todos que en No hay tal lugar o en Nocturno de Bujara.

Sin embargo, con el tiempo, y no sin confusión, a veces incluso dolor, he ido comprendiendo que estas cuestiones se produjeron por las diferentes situaciones endógenas y exógenas. Fue el propio Sergio Pitol quien, en Una autobiografía soterrada, insistiendo en la importancia del impulso renovador de la lengua en el ejercicio del escritor, afirma: «La escritura se enriquece con lecturas […], pero su acción sólo se volverá fecunda si llega a rozar la sombra de una experiencia personal, de un imaginario específico, quizás de una memoria genética. El escritor está condenado desde el inicio, aun aquel que ha cambiado de lengua, a responder a los signos que una cultura le ha marcado.»

Pero todas estas circunstancias, sin olvidarse, son trascendidas por los propios acontecimientos. Sergio Pitol declaró en El arte de la fuga y ahora, en un texto por completo resemantizado, en Una autobiografía soterrada, que lo único que ha de saber un escritor es que su patria es el lenguaje, y que, salvado ese punto, lo demás son minucias. Han tenido que pasar años para que yo vaya entendiendo con cierta exactitud esa postura, ya que mi bilingüismo me hace estar fuertemente marcado por la defensa de mi lengua, que también fue de los ancestros de Sergio Pitol, aquella que él mismo nombra en su texto Todo está en todas las cosas, el que abre El arte de la fuga, donde, tras la llegada a Venecia, dice: Oí hablar italiano y alemán y francés en torno mío, y también el dialecto véneto, salpicado de viejos vocablos españoles, que alguna vez debieron hablar en esas mismas callejuelas mis antepasados. Sin embargo, por encima de todo ello, he descubierto que se impone una pasión por la palabra, por la grafía, una pasión por la trama, y es esta vocación la que predestina a esos ‘señores que escriben’, mexicanos o de donde sea, a encontrarse: a encontrarse en la patria del lenguaje.

Casi todos los autores que Pitol menciona como sus maestros literarios logró conocerlos sólo a través de lo más importante que un escritor puede y debe legar al mundo: su obra. Yo tuve la fortuna de conocer la obra y la persona de Sergio Pitol, y también la de haber leído o releído a varios de aquellos autores fundamentales que él menciona a través de su escritura.

III

La reciente aparición y lectura del libro Una autobiografía soterrada: Ampliaciones, rectificaciones y desacralizaciones (Almadía, 2010) me ha hecho reflexionar sobre la huella literaria que ha impreso en mí Sergio Pitol, a quien comencé a leer por sus cuentos. No ocurrió igual, por ejemplo, con Juan García Ponce, de cuyas novelas cortas no pude separarme durante un buen tiempo. Pese a que los libros más mencionados de Pitol son El arte de la fuga (1996) y el Tríptico del carnaval (1999), que comprende las novelas El desfile del amor (1984), Domar a la divina garza (1988) y La vida conyugal (1991), mi instinto lector encontró el misterio en la prosa más aparentemente caótica de Pitol: los que podríamos llamar “cuentos intermedios” y las dos novelas que cronológicamente, al menos en su concepción y escritura, los acompañaron: El tañido de una flauta (1972) y Juegos florales (1982), la menos comentada de todas, y ante la cual Sergio se sorprendió al notar que yo había anotado en mi ejemplar los 75 personajes encontrados en ella; le hablé del misterio que me provocó esa novela en especial y me confesó que fue una de las que más trabajo le costó terminar. La dedicatoria dice: esta novela que me llevó casi diez años y que me abrió el camino que hasta ahora prosigo.

Por “cuentos intermedios” me refiero a los que vieron la luz en los volúmenes Los climas (1966) y No hay tal lugar (1967): casi todos ellos escritos durante el lapso en que el autor contaba entre 30 y 33 años de edad.

En el volumen Los Climas encontramos los cuentos Cuatro horas perdidas, Un hilo entre los hombres, La noche, Hora de Nápoles, Hacia Varsovia, Los nombres no olvidados, Cuerpo presente, Vía Milán y Los oficios de tía Clara; en cuanto a los incluidos en No hay tal lugar, se trata de La pantera, Una mano en la nuca, Hacia occidente, La pareja y El regreso. Para llegar a la creación de tales cuentos, Sergio Pitol tuvo que iniciar una prosa que ya presagiaba lo que vendría, pero que aún no cuajaba en el estilo que encontramos en los cuentos que acabo de enlistar; el único cuento anterior que presenta características más anunciadoras del estilo que vendría es Semejante a los dioses, del cual Vila-Matas, en el prólogo del volumen Los mejores cuentos (Anagrama, 2005) ha elogiado la maestría en el manejo faulkneariano de la frase enorme.

La escritora Cristina Pacheco, en una entrevista realizada a Pitol, apuntaba que el cuento Los oficios de tía Clara continuaba con aquella tendencia estilística a las frases serpenteantes, densas, de difícil lectura, pero que también parecía ser una despedida de ello y un salto a lo que vendría después, en los volúmenes Nocturno de Bujara y Vals de Mefisto, donde no encontramos de ninguna manera un estilo simple, pero sí, como lo ha declarado en su oportunidad el propio autor, más gozoso; un estilo que lo llevaría al cruce de géneros y, por fin, a la escritura de los libros que integran la Trilogía de la memoria (Anagrama, 2007), entre los que destaca El arte de la fuga.

En cuentos como El regreso, La pareja, Los nombres no olvidados, La noche y Una mano en la nuca (cuento, este último, considerado por García Ponce como el mejor entre los cuentos de Pitol) encuentro una radiografía estilística de frases y párrafos difícilmente ubicable en otros escritores hispanoamericanos: están contaminados por las lecturas y traducciones de la literatura de Europa del Este, y el propio autor, ante mi pregunta de por qué creía él que me atraían así esas narraciones desgarradas, tanto en forma como en trama, respondió: “ha de ser porque son las que tienen más pathos”. Con el escritor argentino Oliverio Coelho estuve de acuerdo en que son los cuentos de Pitol los que más nos marcan.

Durante aquella conversación, Pitol me preguntó si había leído Nocturno de Bujara (datado en Moscú, 1980), el que considera uno de sus mayores logros cuentísticos. Yo lo había leído, sí, pero no me sentía a mis anchas hablando de él. Pitol encuentra similitudes estructurales entre ese cuento y El oscuro hermano gemelo (Xalapa, 1994). En cuanto a este último, por contraste con mi experiencia de la lectura de Nocturno de Bujara, sí pude catar sus entresijos y ponerlo también entre mis predilectos.

Lo que me produjeron y lo que me queda de la lectura de esas narraciones que él encuentra llenas de pathos y que yo he llamado “cuentos intermedios” es, como bien pretende Pitol, un hueco que convoca al misterio, un clima, ciertas frases que me vienen a la memoria y hasta determinadas palabras, algunos literatemas que otros escritores han bautizado ya, incluso, un poco a hurtadillas, como “pitolemas”.

He leído y releído esos cuentos una y otra vez, y creo que sigo sin entender (si es que hay que entender algo) Nocturno de Bujara. Acaso sea necesario penetrar bien en ese cuento para identificarse más con la literatura de este escritor y comprender asimismo el salto liberador y celebratorio que él consiguió realizar.

IV

Sergio Pitol acabó su vida convertido, en cierta forma, en uno de sus tantos personajes. Desde que supe que sufría afasia progresiva no fluente, me sentí conmocionado por el hecho mismo de que esa enfermedad ataque, en el caso particular de un escritor, la capacidad del lenguaje, y también recordé y revisé las muchas veces que, en su literatura, menciona la palabra demencia y presenta personajes con este tipo de enfermedades, como las tías locas de Infierno de todos, o la protagonista de Juegos florales. Comencé también a interesarme por las causas genéticas de la afasia que sufrió Sergio. Armé su árbol genealógico con ayuda del párroco de Lentiai, pueblo que, desde 1871 hasta 2001, nunca ha superado los cuatro mil habitantes, como es frecuente en aquella zona de la que fueron originarios todos los vénetos traídos en calidad de colonos a México: un pueblo tan pequeño que recién en 2019, junto con los otros municipios limítrofes de Mel y Trichiana, fueron fusionados en el nuevo municipio de nombre Borgo Valbelluna, y los anteriores municipios ahora se degradaron a fracciones, es decir, más o menos lo que en Puebla conocemos como juntas auxiliares. Sin embargo, el único caso que hallé de posible consanguineidad de sus antepasados fue justo en su rama lombarda, no véneta, específicamente mantuana: su bisabuelo Domenico Buganza, casado con Dircea Buganza, originarios de Borgofranco sul Po, aunque me fue imposible confirmar parentescos por más que investigué en el Archivo Histórico de Mantua. Pero no sería descabellada la hipótesis, pues Borgofranco sul Po cuenta históricamente con una población aún menor que Lentiai: de 1871 a 2001 nunca ha llegado a los tres mil habitantes. En Siena revisitada, de El arte de la fuga, relata su encuentro y estancia en el castillo de Bonizzo, habitado por Preseide Buganza Buganza, emigrada a México pero llevada por su padre de vuelta a Italia, junto con sus otras dos hermanas, para que se educaran allá. Preseide se casó y quedó allá, en Ostiglia, un pueblo aledaño a Borgofranco sul Po. Confieso que, después de la estupefacción y el dolor, me produjo fascinación el hecho de que Sergio Pitol haya acabado sus días en la nebulosa y el misterio, como varios de sus personajes. Algo me hace pensar que el propio Sergio, muy en el fondo, intuía o deseaba de manera oscura un final así. Con Mario Bellatin he conversado repetidas veces sobre este punto: una carnavalización de su propia muerte: algo que fue preparado desde muchos años atrás, con una especie de instinto guiado por la profecía de su propia obra. Una profecía de afasia, de evasión, en cierto punto incluso de demencia: una demencia ligada como hiedra al lenguaje. Siempre el lenguaje. Pitol fue lenguaje de principio a fin, incluso en la ausencia del mismo. Al parecer fueron comunes las anécdotas de momentos afásicos y gesticulizadores en Sergio todavía cuando estaba sano: era una forma grotesca y misteriosa de protegerse. ¿De qué?

Sergio Pitol se refiere de este modo a sus textos iniciales en la segunda edición de Infierno de todos en 1997: Mis primeros relatos concluían irremisiblemente en una agonía que conducía a la muerte del protagonista o, en el más benigno de los casos, a la locura. Acceder a la demencia, ampararse en ella, significaba vislumbrar una última Thule, el cielo prometido, la isla de Utopía donde todas las tribulaciones, angustias y terrores quedaban para siempre abolidos.

Quizá sería adecuado acabar este texto, mutatis mutandis, de manera semejante a la que él decidió para final de su primer cuento: Victorio Ferri cuenta un cuento:

Sergio Pitol

Murió en el lenguaje de su profecía

Su familia y el medio literario lo recuerdan con amor

Eduardo Montagner, Veracruz-Puebla, 27 de agosto, 2010

Corregido y ampliado el 13 de abril de 2018

Publicado por eduardomontagner

Lingüista y escritor (Chipilo, Puebla, México, 1975). Autor de la novela Toda esa gran verdad (Alfaguara, 2006; Punto de Lectura, 2008, DeBolsillo 2023), y del libro de varia invención Ancora fon ora (FONCA, 2010), escrito completamente en véneto chipileño. Creó la propuesta de escritura castellanizada para el véneto chipileño en su tesis de licenciatura. Tradujo junto con Giampiero Bucci la prosa selecta del poeta Andrea Zanzotto (Vaso Roto, 2011). Ha sido antologado en diversos libros, entre los que se destacan Grandes Hits: Nueva Generación De Narradores Mexicanos (Almadía, 2008), México 20, New Voices, Old Traditions (Pushkin Press, London, 2015) y Palabras mayores. Nueva Narrativa Mexicana (Malpaso Ediciones, 2015) y en El Ensayo 3 (UNAM, 2023). También en 2023, su libro en véneto "Ancora fon ora" fue incluido entre las 100 obras representativas de los 1,000 años de la literatura véneta en el Archivio di letteratura veneta online (A.L.V.E.O).

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